Llegar a darnos cuenta en la experiencia que el yo separado que imaginábamos que éramos no existe ni ha existido nunca en absoluto.
Cuando ese yo separado se derrumba, lo que en realidad somos empieza a brillar, esto que somos no es ningún tipo de entidad u objeto, como un cuerpo-mente; tampoco se encuentra a sí mismo nacido en el mundo, envejecido y destinado a morir.
Abandonamos la experiencia desde el punto de vista de alguien que conoce, siente, ama o percibe -dede el punto de vista de un centro o ubicación en el que o desde el que se siente y se cree que toda experiencia tiene lugar-. En vez de esto nos encontramos ilimitados a ilocalizados, presentes en todas partes y en todo, íntimamente uno con todo lo aparentemente manifestado pero no hechos de nada de ello. Ya no podemos seguir confinándonos en un pequeño rincón de la experiencia sino que nos hallamos expandidos por toda la superficie de mundo conocido, tocando por igual todas las cosas aparentes.
Este sentimiento de expansión no es nuevo o extraño. Al contrario, es familiar; siempre lo hemos conocido. Es un reconocer que siempre estuvimos en casa.
Al menos durante nuestros dos años y medio o tres vivíamos de este modo.
Amor
Carles
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