Imagina una noche, mientras duermes, tienes un sueño durante el cual ocurren muchas cosas que parecen completamente reales. Pero, cuando finalmente despiertas, te das cuenta de que, en realidad, nada de lo que estabas viviendo había sucedido.

No, no se trata de cambiar el contenido del sueño. ¿Acaso cuando despertamos nos empeñamos en cambiar el sueño? Basta con que nos demos cuenta de que sólo se trataba de un sueño.

Es cuando reconoces el sueño como tal, que el soñador desaparece y todo lo que pueda haber ocurrido deja de afectarte.

Esto se asemeja a lo que ocurre cuando estamos viendo una película. Nadie se sienta en la butaca del cine tratando de cambiar o manipular la película. Lo único que hacemos en ese caso es ver la película. Y mientras tanto, no hay separación entre la película y quien está contemplando. Lo único que hay cuando estamos completamente absortos viendo la película, es lo que está ocurriendo. Y reímos o lloramos, nos emocionamos, o sufrimos, según el despliegue de las imágenes de la película. Nos olvidamos de nosotros mismos y acabamos disolviéndonos en la película.

Por ello nos gusta ir al cine. Cuando estamos contemplando una película no tenemos que hacer absolutamente nada. Lo único que tenemos que hacer es dejar que lo que ocurra se derrame sobre nosotros o, mejor dicho, lo único que tenemos que hacer es dejarnos arrastrar por la película. Entonces es cuando el pasado y el futuro se desvanecen y dejan paso a lo que está ocurriendo. Y, puesto que lo que está sucediendo en la pantalla no es esencialmente real, uno puede sumergirse plenamente en la experiencia, puede relajarse y zambullirse sin reservas y reír, llorar y entusiasmarse con lo que ocurre, como si realmente estuviese ocurriendo. Es su irrealidad de hecho la que, durante un rato al menos, la convierte en algo tan real.

Y ésa es también la aparente paradoja que yace en el núcleo mismo de la experiencia. La vida es como una gran película, la mayor de las películas que jamás se haya filmado.

Cuando sales del cine, la película sigue siendo una película y, cuando despiertas, el sueño sigue siendo un sueño. Pero por más que, esencialmente hablando, no sean reales, cuando nos zambullimos en ellos parecen serlo.

Nuestra historia, la historia de nuestro pasado y la historia de nuestro futuro, no son esencialmente reales, sólo parecen serlo cuando estamos hipnotizados por la película de nuestras vidas, por el sueño de nuestras vida.

Pero en algún momento de la historia aparece la invitación a despertar. En ese momento, sin embargo, la historia no desaparece sino que sigue desplegándose, pero podemos ver a través de ella. Entonces es cuando la historia se torna transparente. La película sigue, pero entonces ya sabemos que se trata de una película.

Entonces nos damos cuenta de que nada de lo que ocurra puede dañarnos. Y, por más tristes o espantosas que sean las escenas, no dejan en nosotros la menor cicatriz.

Entonces es cuando nos convertimos en la pantalla en la que se proyecta la película. Entonces es cuando nos damos cuenta de que nada de lo que ocurre en la película nos afecta. La pantalla deja amorosamente que todo se proyecte sobre ella, tanto las escenas de miedo como las escenas de alegría, absolutamente todo. Y cuando la película concluye y el público abandona la sala, la pantalla sigue tan nueva e impoluta como antes de comenzar la proyección.

¡Pero desde la perspectiva de la pantalla, no hay nada que empiece ni nada que concluya! No hay, desde la perspectiva de la pantalla, tiempo ni espacio. El tiempo y el espacio son cosas de la película y, cuando no se proyecta nada, tiempo y espacio carecen de todo sentido.

Amor
Carles

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